domingo, 14 de noviembre de 2010

Reina Sofía y La ratonera

Disfrutar de un largo paseo por las calles del pueblo mientras anochece, tomar un café para averiguar cuánto cuesta una acuarela de un pintor de la tierra, volver al Vinos y tapas, donde comiera hace unas semanas una perdiz escabechada buenísima, esta vez para tomar un par de raciones y unos vinos bien acompañado.
Salir de viaje al día siguiente hacia Madrid para llegar a tiempo a la representación de La ratonera, en un Teatro Reina Victoria demasiado incómodo para una representación de dos horas como esta, a la que además le sobran muchos minutos en la primera parte. Y cenar a las doce y media de la noche en el único sitio donde se puede comer algo a esa hora en Madrid.
Recorrer la ciudad durante el sábado de un lado a otro buscando algunos regalos para la familia, descubrir alguna oferta irresistible y compartirla con Él y llegar a comer a las tres y media eligiendo entre un cocido completo o unas raciones de comida casera: al final, una de huevos rotos con ibérico y patatas, una de oreja y una de morcilla de burgos con dos copas de vino en El Abuelo, de rancio abolengo, como las buenas familias. Por la tarde, otro largo paseo y un café con un pastel en Mallorca, pastelería de las de lujo, de las de Familia Real incluso, pero con menos calidad que muchas otras pastelerías de menos postín -lo dice un experto goloso-.
El final es una cena ligera en casa y quedarse dormido en el sofá.
El domingo: chocolate con picatostes en casa y entre la fina lluvia hasta el Reina Sofía para ver el Guernica, parte de la colección permanente, una temporal sobre Val del Omar y otra de Hans-Peter Feldmann. La comida a su hora en el Bazaar: unas verduras a la plancha compartidas y dos platos de carne; el postre también se comparte: unos íssimos buenísimos de café y coco. Otro café en el BAires y a casa, que hay que hacer el viaje de vuelta.

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