Disfrutar de un largo paseo por las calles del pueblo mientras anochece, tomar un café para averiguar cuánto cuesta una acuarela de un pintor de la tierra, volver al Vinos y tapas, donde comiera hace unas semanas una perdiz escabechada buenísima, esta vez para tomar un par de raciones y unos vinos bien acompañado.
Salir de viaje al día siguiente hacia Madrid para llegar a tiempo a la representación de La ratonera, en un Teatro Reina Victoria demasiado incómodo para una representación de dos horas como esta, a la que además le sobran muchos minutos en la primera parte. Y cenar a las doce y media de la noche en el único sitio donde se puede comer algo a esa hora en Madrid.
Recorrer la ciudad durante el sábado de un lado a otro buscando algunos regalos para la familia, descubrir alguna oferta irresistible y compartirla con Él y llegar a comer a las tres y media eligiendo entre un cocido completo o unas raciones de comida casera: al final, una de huevos rotos con ibérico y patatas, una de oreja y una de morcilla de burgos con dos copas de vino en El Abuelo, de rancio abolengo, como las buenas familias. Por la tarde, otro largo paseo y un café con un pastel en Mallorca, pastelería de las de lujo, de las de Familia Real incluso, pero con menos calidad que muchas otras pastelerías de menos postín -lo dice un experto goloso-.
El final es una cena ligera en casa y quedarse dormido en el sofá.
El domingo: chocolate con picatostes en casa y entre la fina lluvia hasta el Reina Sofía para ver el Guernica, parte de la colección permanente, una temporal sobre Val del Omar y otra de Hans-Peter Feldmann. La comida a su hora en el Bazaar: unas verduras a la plancha compartidas y dos platos de carne; el postre también se comparte: unos íssimos buenísimos de café y coco. Otro café en el BAires y a casa, que hay que hacer el viaje de vuelta.
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